A DIOS NO SE LE PUEDE DECIR "NO"
Era el final de los
cursillos. Unos cursillos de orientación social para cincuenta muchachos y
muchachas inquietos, que buscaban su "puesto" en la sociedad... La
última reunión. Llevábamos más de dos
horas reunidos. De un rincón se adelantó un muchacho pequeño, normal. —Yo creo
que todo esto que habéis dicho es muy importante. Hablaba despacio,
penosamente. —He pensado mucho estos días y creo que... Se paró en seco, como
si tuviera un nudo en la garganta que le ahogase. —... que aunque no he sido
bueno hasta ahora, muchos de vosotros lo sabéis. Hablaba mal, pero se veía una sinceridad tan
descarnada en su rostro, en sus brazos caídos, que hasta los silencios eran
sorbidos gota a gota. —... y aunque yo no quería..., no quería ver ni oír...,
quería seguir como hasta ahora..., pero ya no puedo más. Tengo que ser
sacerdote. Y se sentó. Hubo un silencio de estupor, de incredulidad. Nadie
reaccionaba. De repente, estalló un aplauso cerrado. El muchacho no oía. Con las manos se apretaba
la frente. Hundido, Perdido en un rincón. Como si después de una noche
tormentosa, al tocar tierra, hubiese caído exánime en la orilla. El director impuso silencio. Hacía falta un
cambio. Y nos mandó a cenar. Durante la cena, una cena democrática, me toco
junto a una muchacha de color. —Y usted, ¿qué piensa de aquel muchacho? Abrió los ojos—unos ojos negros, como su
piel, grandes—, me miró despacio. —No hay más remedio. No se puede decir que
"no" a Dios. Golpeó con el cuchillo un trozo de pan suavemente un
rato. —Claro que él le ha oído. Lo triste es no saber. Él ha de ser feliz. Yo
le envidio.
JORGE
SANS VILA
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